Los reyes
aragoneses se dedicaron, sobre todo, a profundizar las rivalidades existentes
entre los barones normandos y los nobles españoles. En 1410, el último
exponente siciliano de la casa de Aragón, murió sin dejar sucesores.
Los españoles
declararon rey a Fernando de Castilla, quien ejercía su poder desde España,
quedando Sicilia bajo el dominio de sucesivos virreyes. Sin un monarca en
condiciones de intervenir directamente, instaurada la inquisición y con una
administración pública cada vez más corrupta, Sicilia se sumergió en un período
confuso. Tan oscura fue esta etapa, que ni siquiera se pudo beneficiar del
espléndido Renacimiento que estaba floreciendo en toda Italia.
La isla, además,
en 1669 fue afectada por una gran erupción del Etna y en 1693 sufrió
desastrosos terremotos que sacudieron a varios centros sicilianos.
Después de la
guerra de sucesión española, el Tratado de Utrecht (1713) asignó Sicilia a la
casa piamontesa de los Saboya. Siete años más tarde, Sicilia fue entregada a
Austria, la cual fue tan impopular que cuando el príncipe español Carlos de
Borbón conquistó el Reino de Nápoles (1734), los sicilianos lo acogieron con
muchas esperanzas. Carlos tenía ideas innovadoras, pero desgraciadamente fue
sucedido por su poco competente hijo Fernando I, rey de las Dos Sicilias.
Fernando enseguida demostró cuánto más le interesaba la vida de la corte de
Nápoles, que los problemas del pueblo siciliano.
Cuando los
republicanos franceses marcharon con Napoleón sobre Nápoles, Fernando escapó a
Palermo, protegido por Inglaterra.
En 1815, después
del fracaso de Napoleón, Fernando I y sus sucesores continuaron reinando en la
isla. Fernando IV abolió cada una de las autonomías de la isla. El régimen
policial y el desprecio por la cultura habían creado un gran descontento. Todo
esto, sumado a otros factores políticos, sociales y económicos, fue el origen
de la insurrección del 1848 cuando Sicilia abrió la etapa revolucionaria que
encendió a Europa.
Fotografía: Hispanismo.org
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